He aquí que yo les traeré sanidad y medicina; y los curaré, y
les revelaré abundancia de paz y de verdad. Jeremías 33:6
El hombre, en su terquedad, muchas veces hace algo que no tiene caso, se
empeña en algo de lo cual no sacará ningún resultado, como quien intenta
traspasar una pared sólida. Por causa de
su obstinación y rebeldía, se empeña en ir contra la voluntad de Dios, con una
esperanza falsa alimentada por su propio corazón, porque prefiere intentar
salirse con la suya, antes que asumir que se ha equivocado y tener que
humillarse y arrepentirse. Pero no hay
cosa más necia que esa. El obstinado
sufre “la pena que merece su delito” (Himno 386, “Llegar quiero a la cima del
collado”), no sacará otro resultado. Lo
maravilloso de este texto, es que da esperanza que si el hombre por fin se
rinde, y deja de luchar contra Dios, tendrá paz, una paz que jamás ha
experimentado, una paz abundante.
Dice el Señor que traerá sanidad y medicina ¿Cómo? En Isaías 53:5 nos habla del sacrificio de
Cristo, el siervo sufriente, que se entrega a sí mismo a la muerte, a fin de
dar vida a todos los que creen en su Nombre.
Él fue herido por causa de tu rebelión, fue molido por causa de tus
pecados, recibió el castigo que te tocaba a ti para que tengas paz. A través de su sufrimiento y dolor nosotros
tuvimos sanidad, una sanidad que va más allá de toda sanidad física, se trata
de las llagas supurantes que te ha causado el pecado. El mismo profeta Isaías
dice acerca del pecador sin Cristo que “no hay en él cosa sana, sino herida,
hinchazón y podrida llaga; no están curadas, ni vendadas, ni suavizadas con
aceite” (Is. 1:6). El pecador sin Cristo,
permanece en un estado lamentable. Pero
muchas veces también el creyente puede estar en un estado lamentable, al
permanecer en rebeldía ante Dios. Pero
en Cristo tendrá “sanidad y medicina”.
Dios promete a aquellos que se acercan tan solo por la fe en Él, no solo
sanidad y medicina sino “abundancia de paz y de verdad.
Podemos distinguir dos tipos de paz:
En primer lugar, aquella paz interior, esa tranquilidad del alma que
anhelan todos los que son afligidos por cualquier clase de angustia. Esa paz del alma la alcanzan aquellos que
viéndose afligidos por sus propios pecados, acuden al Salvador porque no han
hallado nada más que pueda satisfacerles.
En segundo lugar, aquella paz que acuerdan dos enemigos, la tregua, el
alto al fuego. El hombre sin Cristo es
enemigo de Dios, el rebelde está huyendo de Dios y da “coces contra el
aguijón”. Nunca estará tranquilo porque
está en estado de declarada rebelión contra Dios. Pero cuando por fin se rinde en sus intentos
de hacer su propia voluntad, se arrepiente y se somete al señorío de Cristo, es
lavado por la sangre del Cordero, en el momento, deja de ser enemigo y es
justificado delante de Dios. Por eso el
apóstol Pablo nos enseña: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con
Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Ro. 5:1)
Así que solamente en Dios hallaremos sanidad y paz, por medio de Cristo.
No la busques en ningún otro lugar, porque será como querer atravesar una pared
sólida.
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