“Ahora, Señor, despides a tu siervo en
paz, conforme a tu palabra;
Porque han visto mis ojos tu salvación,”
Lucas 2:29-30
Este pasaje llamado el
Salmo de Simeón, nos muestra un cuadro hermoso del encuentro de un alma con Su
Salvador. Probablemente Simeón escuchó
desde su niñez sobre La promesa hecha por Dios a Israel (Isaías 9:6) de que
vendría un Salvador. Ahora por fin puede
ver el cumplimiento de una promesa especial que le fue hecha por el Señor a él:
que sus propios ojos verían al Salvador.
Pero más que un Salvador,
Simeón estaba viendo la Salvación misma, la Salvación hecha carne. Él había tomado la Salvación en sus brazos, y
estaba embelesado en esa visión celestial.
Esta es la experiencia de
toda alma salvada por el Señor. La
salvación no es un mero trámite, o un proceso frío, sino la experiencia más
impactante que puede tener alguien en la vida.
Aquellos que han visto la
Salvación, que han tenido la Salvación en sus brazos, sienten que no necesitan
nada más. Simeón había recibido la
promesa de que no moriría sin ver al Ungido de Dios (a Cristo). Según se cree, Siméon sería ya un anciano,
pero aún cuando hubiera sido un niño, creo que tendría la misma reacción:
“Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz.”
Esta es la reacción de aquellos que ven la Salvación. Aquella revelación es tan sublime y tan
maravillosa, que el hombre salvado no necesita nada más, no quiere nada más,
porque ya está totalmente satisfecho.
Está preparado ya para la muerte, o lo que venga, porque sus ojos han
visto la Salvación y nada puede superar a eso.
El alma está completa en Cristo, y nada le falta.
Matthew Henry dijo respecto
a estos versículos: “Los que dieron la bienvenida a Cristo, pueden dar la
bienvenida a la muerte.”
Mira al Salvador, y no
querrás ver nada más. Prueba la
benignidad del Señor, y todo lo demás te parecerá insípido. Toma la Salvación en tus brazos, y nada caldeará
más tu corazón que tener a Cristo en tu regazo.
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